martes, 2 de junio de 2020

Recordando a José Luis Pérez

Hace tres años falleció José Luis Pérez Álvarez, iniciador del movimiento Adsis.
El encuentro con José Luis a muchos nos cambió la vida. Aquellos ejercicios espirituales que él nos dirigió cuando teníamos 16 años y estudiabamos en el instituto de Rekaldeberri fueron el comienzo.
Ejercicios exigentes y novedosos donde declinábamos “yo me bajo del burro” y otros mantras que nos hicieron descubrir una manera nueva de ver la realidad, a Dios y la iglesia.
Había estado en Italia y allí descubrió que se puede pensar de otra manera. ¡Qué gran descubrimiento el personalismo de Mounier, el marxismo, el existencialismo! José Luis había estado desde los 13 años recorriendo las distintas etapas del seminario de los salesianos en un periodo oscurantista de nacionalcatolicismo,… y de repente el mundo y el pensamiento se ensanchaban.
Sus años de seminario salesiano en España le hicieron prometer al menos dos cosas. Una que nunca oiría la radio,… porque en ella hablaban mujeres. Promesa que no cumplió. Sí, la de dedicarse con mente, alma y corazón a los jóvenes. Esta la llevaba grabada en las entrañas y ese fue el empeño de su vida.
José Luis tuvo una mente lúcida como pocas, era clarividente y tenía la capacidad de expresarse de manera que lo que decía se hacía evidente para los que lo escuchábamos. Sus razonamientos eran nítidos, lógicos y convincentes. Un obispo llegó a decir que uno podía estar en una habitación que veía azul, llegaba José Luis y te decía que no, argumentando que el color era verde, mirabas, y ¡efectivamente era verde! Era verde. Cuando él se iba, la mirabas de nuevo y podía ser que la vieses de nuevo azul. O no. Así era la fuerza de sus palabras y razonamientos.
Me imagino en sus años de salesiano por Salamanca y el Pajarón (Guadalajara) absorbiendo aquella teología medieval, compensada con la armonía de la música gregoriana de la que llegó a ser doctor.
El mundo era estrecho, austero y oscuro en aquello años de postguerra. La disciplina, las mortificaciones, el pecado, el miedo permanente al infierno y la búsqueda de santidad atravesaban el proceso formativo, con Don Bosco como modelo, y María como auxiliadora. La austeridad más que un valor en sí, era fruto de aquellos años cargados de carencias. Allí se dejó José Luis, con otros novicios varios kilos y algunas anécdotas. Una de las que fue cuando los novicios, muchos, y vestidos de negro riguroso con sotanas y roquetes, tuvieron que ponerse de gala para un acto público. A la gala no podían ir con otra ropa que la rala que tenían. Los roquetes estaban desgastados

y un tanto descoloridos, así que le aplicaron betún bien negro para que se vieran espectaculares, con la mala suerte de que les cayó una fuerte tormenta mientras iban al acto y llegaron con las caras llenas de chorretones negros.
Su valía hizo que los salesianos le enviasen a estudiar a Turín. Allí vibraban otros aires, el espíritu de Mayo del 68, la teología de la liberación, la brisa del Vaticano II. La teología dejaba de ser escolástica para hacerse Historia de salvación. La iglesia resurgía como pueblo de Dios y comunidad, y la fe tenía que traducirse en acción y compromiso.
Cuando al regreso, fue destinado a Salamanca, José Luis era ya otro. La misma brillante inteligencia, pero con otros esquemas. El teologado de Salamanca se quedaba demasiado pequeño y las paredes demasiado pétreas. Por eso se fue a la calle a encontrarse con los jóvenes. La plaza mayor fue su confesionario donde pasaban jóvenes, todos eran católicos entonces, para escuchar y confesarse con aquel salesiano delgadito con gafas gruesas y sotana.

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